domingo, 18 de julio de 2010



EL HIJO DE LA MUERTE (En el campo de refugiados). Mia Couto. "Cronicando". Ed. Txalaparta. 1996

La mujer estaba muerta, en puro y total fallecimiento. Su vientre hinchado se recortaba en el azul total. El cadáver, adelantado, no tenía salvación. A su alrededor zumbaban las moscas, devotas plañideras.

De aquel cuerpo sólo se esperaba un último pudor; que se cubriese, por deferencia a la vida. Que invitara al polvo, invocase a la noche, que hiciera lo que quisiera, pero que evitase la mirada de los vivos. Porque, en aquel lugar, ya no había fuerzas pra enterrar a nadie. Que se extinguiesen los difuntos por cuenta propia. Los demás, los únicos residentes, estaban demasiado ocupados en sobrevivir.

Refugiados, seguían allí, sin hacerle favores a la muerte. ¿Porqué no cedían prometidos como estaban con la ausencia? ¿Sería un recuerdo de la esperanza, saudade de un tiempo pasado?

Tal vez por eso, desviaban la vista de la difunta. Los refugiados se dosificaban en sus aplicaciones de tristeza. Estar vivos era su protegido secreto. Si hubieran estado en el territorio de la vida hubieran cumplido la tradición: llevar la embarazada a la tumba y, antes de sepultarla, abrirle el vientre. Aunque sólo fuera para conocer con certeza el sexo del feto. Pero ahora no, todos se hacían nadie.

Y así la muerta se obstinaba en su soledad. Parecía un tema apenas merecedor de olvidos, cuando del cuerpo comenzó a emerger una levísima respiración. Parecía que las costillas regresaban a su imperceptible danza. ¿Qué sería?

-Es la hinchazón de los gases, la digestión de los muertos.

Los presentes se aproximaron, atraídos por el resplandor de aquella piel lustrosa. Observaban, picoteaban con los ojos. Fue entonces cuando, por entre los muslos de la difunta, se vio el deshojar de un pequeño cuerpo.

Los ojos se dilataban de espanto en espanto. La cosa carnosa progresaba, crecía desmesuradamente, como un paquete que se abriera de vientre para fuera. La muerta estaba, al parecer, en labores de parto. La vida, en su cuerpo, hacía horas extraordinarias.

Nadie se movió, ninguna mano descendió. Si la criatura hubiera sido hija de la vida todas las mujeres se llamarían tías, incontables serían los pechos para amamantarla. Pero aquel niño nació de la desembocadura hacia el manantial, en una invertida y agorera operación.

De nada le sirvió al recién nacido declarar un llanto, un puchero que invitaba a la compasión. Los presentes daban ya la espalda a lo sucedido y se alejaban con pasos arrastrados. Parecía que sus pies pertenecían anticipadamente al suelo, en un recíproco afecto.

Fue entonces cuando cuando Tazarina se separó de la multitud. Tenía un aire de faltarse a sí misma. Era conocida por ser cabiztonta, esquizofrenética, llena de heridas y tan delgada que, incluso sin ropa, su desnudez no se notaba. Jamás se le oyó una palabra, ni una sola vocalita. Le faltaba el pelo, sólo le quedaban dos magras trenzas caídas sobre la cabeza. Tazarina estaba siempre temblando, ni siquiera fijaba sus manos. Se balanceaba hacia los lados, y parecía tener más rodillas que piernas, un número impar e infinito de tobillos.

Su única ocupación era coger cigarras. Junto a las acacias, llamaba a los bichos imitando su canto. Los agarraba con sus dedos temblorosos, les hacía un orificio entre las alas y les pasaba un hilo. Luego se los ataba en las orejas y le servían de pendientes vivos y sonoros. Las cigarras, según decían, eran las que le habían comido el pelo.

Y fue esta extenuada, lastimadísima mujer la que se llegó hasta el bebé y se ocupó de él. Levantó al huerfanito por un brazo, alzándolo sobre su cabeza. En su torpeza debía de lastimar al pequeño. Aun así, a pesar de la incomodidad, el niño dejó de llorar. Y cuando Tazarina le ofreció su regazo, el niño buscó su seno sin contenido. A medida que le daba de mamar, Tazarina se iba perfilando cada vez más segura, capaz de ejercer ternura. Su cuerpo ensayaba incluso la gracia de ser mujer.

Fue entonces: los refugiados asistieron a algo a lo que no daban crédito. Pues la pobra mujer comenzó a cantar. Ya no se servía de ronquidos. Despachaba por el contrario dulces arrullos. Su cuerpo se fue llenando, sus senos tomaron volumen, sus ojos se materializaban, sus cabellos se completaban, aptos para peines y peinados.

El niño se sació y acostó en el regazo de Tazarina su primera sonrisa. Desde lejos, alguien arrojó un trapo que Tazarina recogió y usó para cubrir a la criatura.

Después, se retiró con sereno caminar, altiva como si hubiese una carretera y el destino fuera de su exclusiva propiedad. Pasado un momento, Tazarina se giró para encarar a la multitud. Nunca se vio, dicen, madre con tal compostura. Su rostro atraía toda la luz. A cada lado, pendía el refulgir del oro. Las cigarras, sus antiguos zarcillos, se habían convertido en metal, con destellos sonoros.

Vuelven a cuadrar así las cuentas de la humanidad habitable. Pues cada niño nacido hace nacer a una madre de una respectiva mujer. Así, cada nuevo ser triplica el número de los vivos. Un hijo, en el fondo, es quien da a luz a la madre.

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