sábado, 27 de febrero de 2010


... "El ballenero, lento, con un cierto aire de indolencia, con una lentitud casi aflictiva, viraba hacia el sur en dirección al archipiélago de Cabo Verde, primera escala en este largo viaje a la caza de las ballenas. Los marineros, en su mayoría, eran oriundos de aquellas islas. La necesidad los echó a la mar, pues su tierra es seca y árida. Valientes y fuertes, hechos a las mareas, a la pesca y a los barcos, acababan convirtiéndose en bravos marineros. A bordo estaban, entre otros, Anacleto Boaventura, amarrador, nacido en Santiago, y Gaspar de Sao José, el más viejo de todos, natural de la isla de Fogo. Fueron ellos los que trajeron la música y la alegría a la cubierta, cuando el capitán, ya ni se acordaba, los embarcó por primera vez. Durante las noches de calma, en las que todos acababan rendidos ante una cierta tibieza contemplativa, los hombres echaban mano de la melancolía y del marasmo, cantando mornas al son de sus sencillos instrumetos. A pesar de la tristeza de sus canciones lograban despertar a toda la tripulación, sembrando la alegría y recordando que el mar estaba ahí, que la teierra quedaba lejos, que la ballena acechaba, atenta, discreta, sin prisas, saliendo de vez en cuando a la superficie para medir con tranquilidad la distancia que la separaba del arpón. Y lloraba, pues esa bendita criatura cantaba de tal forma, que su música se pegaba al corazón de los hombres, de forma que cuando se colaba en el interior del oído, parecía un canto único y fuerte, aunque sereno, por lo que la llamaban la hija de Dios. Pero, mientras, platicaban con la luna y las estrellas, y soñaban en verso la nostalgia de las esposas y las madres, de los hijos y de las islas."
Esperando la ciclogénesis explosiva, dejando atrás, un viernes por la tarde, las decepciones de esta semana. "Nunca otros ojos", de Ivo Machado. Traducción de Manuel Moya. Baile del Sol, 2010

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